
Me voy de vacaciones, a ver si desconecto, me dicen.
¿Desconectar o conectar?, pregunto yo.
En realidad es en nuestro día a día que vivimos desconectadas: de nosotras mismas, y conectadas: al trabajo, a ordenadores y móviles. Adictos/as a la productividad.
Lo que sucede cuando nos vamos de vacaciones, viajamos y vamos a un país desconocido, es que empezamos a estar más presentes: más conscientes y perceptivos de lo que nos rodea: paisajes, olores, sabores. Nos conectamos con el presente inmediato, y eso, eso, es lo que en realidad quiere decir «estar conectado/a»: contigo y con lo que te rodea. En contraposición a cuando vamos en piloto automático en nuestro devenir cotidiano, en el cual llegamos al trabajo y ni nos acordamos del trayecto que acabamos de realizar.
¿Dónde, me pregunto, dónde quedó el espacio para escuchar con atención plena el nocturno de Chopin o a Dire Straits? ¿Dónde quedó el tiempo para la propia expresión creativa, para la lectura lenta y la contemplación de la llama de una vela?
El otro día me di el lujo de no trabajar en todo el fin de semana. Me fui a un museo, a tomar un café con amigas. Pero me sentía tan culpable, que hubiese preferido seguir trabajando.
Cuántas veces escucho a la gente decir: Me di el lujo, me permití salir, dejar de trabajar.
«Darse el permiso de no producir» dicen, como si el tiempo no les perteneciera, como si su vida se la debieran a un otro de rostro desdibujado; el permiso, otorgado desde afuera, desde una deidad sin carnet de identidad.
«Concederse el lujo de parar» dice la mente, cuando el cuerpo ya no puede más. Cuando el cuerpo grita y despliega todos los síntomas posibles: insomnio, falta de vitalidad, de ganas, de apetito; tristeza, desasosiego y sin sentido. Efectivamente, sin sentido. ¿Quizás sea el cuerpo el más cuerdo que solamente pide ralentizar?
¿Qué sentido tiene vivir así? Levantarse para producir, exclusivamente producir. Incluso meditar si es con el objetivo de luego rendir aún más.
¿En qué momento llegó la culpa, para hacerle el relevo al disfrute? La culpa sustituyendo al reposo. La culpa destronando al autocuidado. La culpa posponiendo el afecto. La culpa arrinconando a la creatividad. Anulando la lectura. Eliminando el paseo. Prohibiendo la contemplación. Aniquilando el silencio.
Porque aunque la culpa no lo crea, y la productividad lo niegue: existe el silencio, uno colmando, al igual que existe el vacío, que en realidad desborda aire, oxígeno, aliento. No todo vacío es vértigo, también puede ser fértil.
Pero hay quien se ha mudado a vivir directamente a un sepulcro, instalado entre la culpa y la productividad, olvidándose que está vivo, que dispone del don de caminar, de bailar y disfrutar.
Existe el día, tanto como la noche.
¿Qué pasa con todas las cosas que son invisibles, y sin embargo existen? ¿No valen? ¿Acaso no sirven porque no se ve un resultado directo, tangible, inmediato y monetizable? ¿Deja de ser valioso lo que no es cuantificable a simple vista? ¿Deja de ser útil lo que no es exprimible?
¿Terminaríamos acaso por suprimir las noches, si fuera una decisión humana?
¿Existiría pues el arte?
¿Qué, si descolgamos los relojes, si tapamos las agendas, si dejamos que el tiempo se diluya como en los cuadros de Dalí?
Pues lo esencial es invisible ante los ojos, dice el Principito.
¿En qué nos convertiríamos si privamos de alimento a nuestro espíritu?
Que la vida no vivida es una enfermedad de la que se puede morir, respondería quizás Gustav Jung.
Yo solo digo: Párate. Nada en el tiempo. Escucha: te.
Consigue un estetoscopio y permite que el latido de tu corazón se esculpa en el silencio.
Hazte con unos tapones y parapétate por un rato de todo ruido exterior.
¿Qué, si das espacio a tus deseos y creatividad?
¿Qué pasa si habitas tu propia ermita interior y conquistas la noche?
Solo son preguntas.
